Tengo la costumbre de despedirme de los lugares y las cosas. Calles, edificios, habitaciones, lámparas, a todas las miro con una reverencia mínima antes de darles la espalda. Tal vez sea un ritual inútil o un simple ejercicio de desarraigo, pero sé que solo así puedo jugar con la perpetuidad y evitar cualquier traición posterior de la nostalgia.