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Edén. Somos los expulsados de un falso paraíso. Emigrados de una burbuja de privilegios artificiales que nos explotó en la cara. El Edén de la riqueza inventada, de la belleza más bella del mundo, de la guapura, de la guapetonería. Un vergel con dientes que vomitó a cuantos pudo y cerró la boca con gente adentro. De ese paraíso mortífero salimos, lengua bífida con camino de rosas, infierno caribe, infierno de sabrosura. Nuestro país era el oasis maquillado, la sucursal del cielo de utilería en la tierra. Pero la clausuraron. No pudo sostener más su trampa de despilfarro. Ahora hay monte y culebras caníbales, tiniebla programada por horarios, nueve –o más– círculos bajo tierra de minería ilegal y millones de exiliados, culpables, sin paraíso. 

Endofobia. La vergüenza por los compatriotas. El desagrado que provoca reconocer la propia falta en ellos. Hay en ese rechazo una pregunta obvia: ¿es al otro lo que detesto o lo que (me) representa? Si el miedo por lo diferente es la médula de la xenofobia, aquí es el terror por lo igual. Ese “venimos del mismo sitio” que puede resultar espantoso. Compartir las taras, verlas revolotear en “el extranjero”, pensar que estábamos a salvo de esos polvos alérgicos. Se puede tener miedo al paisano. Se puede no practicar la solidaridad automática. Se puede no ser afín. Y seguir siendo. 

Éxodo. Cruzar el atlántico en avión, la selva amazónica con los pies, la cordillera de los Andes en autobuses, el Caribe en balsas. Instrumentos, formas de salida masiva. Un emigrado es un emigrado. Dos, tres, cinco millones es un éxodo. Salida imparable, abandono de la tierra en desbandada. El país se desangra por los cuatro costados y al mismo tiempo se reacomoda. Una hemorragia de cinco millones de historias, de vidas, de ideas y de voluntades que irán a dar a otra parte. Un éxodo es un aborto multitudinario. 

Extranjero. Una condición que puede mudar matices. Aparte del extrañamiento y la ajenidad, la condición de extranjería tiene en sí misma el valor del descubrimiento, de la curiosidad, de lo no servido. El extranjero es un malabar de perspectivas: puede verlo todo con la complejidad de un caleidoscopio. La mirada foránea suele ser más rica en contrastes porque está apartada de los patrones. Es un ojo distante, libre, que escruta detrás de unos binoculares. En ese sentido, la extranjería no es un estatus de desprovisión, sino de secreta autonomía. Una soberanía sin territorio ni deudas simbólicas. Un andar sin ataduras. 

Zakarías Zafra