Nunca hemos visto sombras ambulantes ni objetos prendidos en fuego. Las puertas se cierran por la brisa y los olores fétidos vienen de las tuberías, que están dañadas. Ninguno de nosotros ha levitado y los ruidos extraños son siempre los mismos: el gallo de las 3 a.m. y el perro insomne de la casa comunal. La parapsicología y el espiritismo le han dado muchos nombres, todos fatales e incompletos, pero el desconcierto insiste en rechazar la levedad de esos testimonios. Por alguna otra razón (tránsitos ocultos, maldiciones domésticas) las cosas aquí son deglutidas por la nada y devueltas al tiempo sin escándalo ni explicación aparente.
Curiosamente eran objetos pequeños, móviles. Jamás los armarios, los televisores, las estanterías o las puertas. Tampoco las lámparas del techo ni los colchones de las camas. Las desapariciones, al inicio, se movían en planos menores, entre las cosas manejables y, si cabe decir, cotidianas. Recordamos la andadera de aluminio de la abuela (indispensable para su movilización por los pasillos), un afiche enmarcado del museo de Sofía Ímber y una hermosa caja china que fue desde siempre la locura de mamá.
Y cómo olvidar los libros del abuelo, que tanto sufrimos y tanto buscamos. Memorables son, entre tantos, un ejemplar elegantísimo de la República literaria de Don Diego Saavedra Fajardo, la primera edición de La locura del otro (con apuntes y subrayados de un pariente poeta, ya difunto) y unos Ejercicios para la traducción del latín, de 1850. Todos sus libros (unos 1200, sumando los desaparecidos) eran la cumbre estética de la casa y estaban marcados con estampitas religiosas y recortes de mujeres desnudas, prueba de que guardaban para él un valor más que afectivo, erótico.
También hay que mencionar las reapariciones de cosas que ni remotamente sabíamos perdidas. Por ejemplo, la mítica colección de billetes de Suramérica, que estaba guardada en el clóset dentro de una polvera de París y que apareció en el bolsillo trasero del abuelo durante una misa de San Cayetano. O el caso muy sonado de la pechuga de pollo que conseguimos a los cinco años en la maletera del Maverick y que nadie nos quita de la mente que es la misma del plato vacío y la histeria de la abuela y los gritos de nosotros el día de la Primera Comunión de Pedrito (abril, 1996).
Todas las casas viejas, es cierto, son placentas oxidadas que alimentan tragedias y eventos indeseables, pero nada podía justificar ese supuesto embrujo, muy propio de elucubraciones baratas y literatura esotérica. Las desapariciones parecían más bien una especie de burla, una “peculiaridad energética”, aparentemente inofensiva. Y esto era inadmisible.
Después de un larguísimo tiempo de pérdidas y lamentos constantes, la irritación se apoderó definitivamente de nosotros. Se nos ocurrió un plan.
Los primeros días esparcimos algunas monedas sobre el sofá y repartimos una parte de la vajilla entre el recibo y las camas. Luego dejamos las llaves pegadas en las cerraduras y guindamos aguacates encima de la nevera y el horno (repetir la pechuga, pensamos, sería una descortesía). Nos turnábamos la habitación y las posiciones, forzábamos los párpados, cercábamos la casa con zapatos y sábanas. Lo que empezamos como una contraburla, una incitación inocente y ridícula a ese pasatiempo del vacío, terminó por convertirse en un enfrentamiento que nos fue empujando hacia la culpa y el delirio.
No pasaría nada hasta la noche en que decidimos ir más lejos y arriesgarnos con la combinación de objetos. La pérdida no podía ser un simulacro y de nada servía exponer lo que quería ser olvidado. Elegimos la bota de vino del matrimonio de mamá, el tomo segundo de las Oeuvres Melées de Saint-Évremond (de 1706, el ejemplar más antiguo y protegido de la casa) y la cacerola italiana de la bisabuela, que solo por esa vez utilizamos para la cena, todos cubiertos con manteles rojos y en los puntos más llamativos de la sala. La provocación sería irresistible.
Comimos muy rápido y emprendimos la vigilia. No pasarían veinte minutos cuando caímos profundos toda la noche. Era jueves.
Al día siguiente todo mostraba una aparente normalidad. La bota de vino y la cacerola estaban intactas; el libro y los manteles estaban levemente movidos, nada que quizás un tropiezo no haya podido ocasionar. Recalentamos el arroz de la cena y, un poco derrotados, volvimos a acostarnos. El silencio era delicioso. Jamás hemos visto repetirse tal silencio.
Al despertar de la siesta salimos al jardín. La abuela regaba unas camelias en la segunda terraza. Volvimos a la cocina, luego a los cuartos. Pasamos a la biblioteca, al patio trasero, al sótano. El abuelo no estaba.
Conjeturamos: el abuelo no tiene amigos (la mayoría de ellos ha muerto y los que no, no se recuerdan), el abuelo ya no busca mujeres, el abuelo no puede caminar y en caso de que así lo hubiese hecho es posible hallarlo en la redonda (dos horas, por estimar un tiempo, es una aberración sideral para un inválido). Entonces salimos: el parque, la iglesia, el prostíbulo, la casa de Manolo, el quiosco. Fuimos más lejos: la librería, el frutero, el restaurant chino, el mercado, la policía. El abuelo desapareció.
Esa noche nos encerramos en las habitaciones y recurrimos a los ansiolíticos para poder dormir. Nos habíamos insultado durante horas y un plato le reventó a mamá cerca de la cabeza. La desaparición del abuelo era el preámbulo de una catástrofe colectiva, el peor ejercicio de una ruina familiar insalvable y todos éramos de algún modo culpables por no haberlo vigilado, por no haberlo atendido como todos los días.
No quedaba otra alternativa: al amanecer pusimos la denuncia.
Sabíamos que los casos de ancianos extraviados no son raros y que casi todos se resuelven en el mismo cómputo de aberraciones e impunidades. La ciudad detesta al débil y el abuelo no estaba en condiciones de pedirle clemencia. La enfermedad lo había degradado bárbaramente, convirtiéndolo en un cachorro tibio y lloroso que enternecía a todas luces, así que el solo hecho de salir de la casa sería para él un perfecto suicidio.
No pudimos dar ninguna respuesta coherente al interrogatorio del funcionario y a cambio recibimos una boleta impresa en papel reciclado con una redacción bochornosa. En ella se testificaba acerca de la desaparición de un individuo de la tercera edad, un homicidio con una botella de vidrio la noche del viernes y un caso de violencia de género, denunciado por una tal Rebeca.
Al regresar a la casa nos percatamos de la aparición de la caja china en su lugar habitual y luego, ya al final de la tarde, el comprobante de denuncia no estaba donde lo habíamos dejado. No quisimos causar alarma en los vecinos ni llevar el caso a los medios (la soledad y el encierro eran siempre nuestra primera opción, por no decir la única), por lo que decidimos encargarnos personalmente de la búsqueda, volver a salir para regresar de nuevo y esperar… Callarnos y discutir. Atacarnos y dormir juntos, llorar, esperar (siempre) juntos.
Esas semanas visitamos algunas funerarias y pagamos los impuestos del cementerio por adelantado, temiendo lo peor. Si aparecía el cuerpo (o si aparecía la noticia) le daríamos cristiana sepultura y un novenario digno. Hicimos todos los trámites necesarios y hasta ordenamos una corona en la floristería, pero la abuela se opuso y amenazó con irse de la casa. Descolgó el cuadro del Corazón de Jesús y durante cuatro días no salió de su cuarto. Más que un despecho, se estaba resistiendo a la viudez. Y, pensándolo ahora, la entendemos. La esperanza es un bálsamo inestable, íntimo, y nosotros estábamos muy lejos de aprender a palparlo.
Entretanto la biblioteca se convirtió en el único consuelo tangible, el refugio que nos hacía sentir al abuelo cerca, mil doscientas veces presente, guardándonos con sus ojos tatuados y etnológicos. Entrar en ella era rescatarlo triunfante y satisfecho, aunque también era perderse entre inmensos agujeros, estanterías huérfanas, mordeduras vacías, el cuadro espectral de la nada. No nos dábamos cuenta, pero detrás de él se iban muchas cosas. Nos íbamos nosotros. Se iba la abuela. Verla dormir sola, con su postura fetal y su gemido acurrucado, con su bata de satín remojada en lágrimas, era medir el vacío del abuelo. Era saber que él la constituía como ese apéndice extraviado, como esa pieza que deja tras de sí el abismo de su molde. Era ver que el estante era su cama y él mismo era el volumen suprimido y el túnel hacia la tristeza. Tristeza que ahora era una sola y era nuestra.
Al descartar todas las causas posibles de su desaparición y viendo que pasaba el tiempo y se hacía más crudo el mutismo de la calle, optamos por la última, la más dolorosa, a la que todos temíamos y habíamos rehuido llegar: el abuelo había desaparecido como las cosas, como sus libros, como los billetes.
Examinamos su cama, luego el lavamanos y la poceta —desechada por improbable, ya que primaba la dignidad del abducido— y por último el armario, donde guardaba rosarios, trapos de cocina y misales preconciliares. Aquellas herramientas debían ser suficientes para someter los hechos a una única experiencia de milagro. Pero todo estaba ahí, intacto, y el desencuentro lúcido, perfecto.
Fue durante esos días que a mamá se le ocurrió investigar y suscribirse a un foro de santería y espiritismo. Llegó hablando una tarde del poltergeist y por toda esa semana le tuvimos cierto temor a las idas nocturnas al baño y a la estática del televisor de la sala. Algo había maldecido nuestra casa corrompiendo los espacios y acentuando la profundidad de nuestros desencantos, eso era definitivo, pero la propuesta de traer un brujo para ahuyentar las maldades era completamente imprudente. Mucho habían hecho las estampitas y las velas por la próstata del abuelo y el credo de la casa todavía exigía cierto temor y obediencia.
Que si la postración lo había reducido a un objeto vulnerable de extravío, que si por pertenecernos a todos se había convertido en una especie de materia que, como tal, desapareció, por más que quisimos explicarnos lo sucedido nada llegaba a consolarnos. Las respuestas: el título de bachiller de Pedrito, los vasos chinos de mamá, la colección de flores secas de la abuela…
A partir de ese momento nos dedicamos a analizar sin descanso la dinámica de extravíos y apariciones y estuvimos muy atentos hasta del más mínimo evento. Aunque cada quien tenía sus propiedades, todos compartíamos el mismo espacio y en algún momento coincidíamos en la utilización de la misma cosa. Eso hizo que controláramos quién entraba y salía de cada cuarto y dispusimos de un horario estricto para la posesión de los objetos. Llegamos a algunas conclusiones, después de cavilar en exceso: las desapariciones seguían un orden y, si se quiere, un respeto; jamás permanecían desaparecidas más de tres cosas al mismo tiempo y el día predilecto para la abducción era el viernes (como lo era el domingo para las apariciones).
Un sobrino del abuelo, profesor jubilado de matemáticas y solterón de admirable optimismo, se ofreció a ayudarnos. Según sus indicaciones, debíamos llevar una relación de todos los objetos (con sus fechas estimadas de desaparición, así como los valores aproximados de dimensión y peso) en un cuaderno cuadriculado. Nos interrogó durante dos semanas seguidas y tabuló sus observaciones en un instrumento que prefirió no mostrarnos.
Propuso la siguiente regla, que no carecía de lógica, pero que no acababa de ser en todo demostrable: los objetos con peso cercano a 280 gramos (valor no arbitrario que tomó de la caja china y que funcionaba como promedio entre todos los objetos hasta el momento extraviados) y con medidas oscilantes entre los 12 y 20 centímetros tardarían, aproximadamente, 3,45672 años (3 años, 5 meses, 14 días, 10 horas y unos 4 minutos) en reaparecer. Una sencilla traspolación de valores podría anticipar el desenlace de todos los demás objetos (incluyendo al abuelo). Es así como apuntamos que el poemario de Mármol tardó dos años, diez meses y una semana en aparecer y los billetes un año y casi 20 días, considerando las dimensiones de la polvera de París.
Su planteamiento parecía sorprendente y la seguridad con que lo expuso llegó a esperanzarnos. Además, una conjunción de asombrosas coincidencias le dieron credibilidad a su sistema (la andadera de la abuela, aunque excedía las dimensiones reglamentarias, llegó a aparecer a las 7.45 de la noche del domingo 27 de noviembre de ese año). Pero, como todo, tenía ciertas fugas y una de ellas era su dificultad para descifrar el lugar exacto donde habrían de reaparecer las cosas. Nos recomendó colocar como constante el sitio donde se les había visto la última vez y resolvimos aplazar la preocupación. A fin de cuentas todos los lugares eran la misma frontera entre lo poseído y lo ausente y cada rincón de la casa manifestaba los síntomas de una futura abducción.
Vimos en toda esa situación una oportunidad para rescatar la parte de abajo de la casa y reorganizar la biblioteca, idea que celebramos con vehemencia y que a los dos días se abandonó. El desorden y la desmemoria eran nuestros peores defectos y ninguno de nosotros había heredado los dones del abuelo. Lo admiramos, lo invocamos incesantemente. No podíamos dejar de lamentarnos.
Llegó el fin de año. El primero sin él.
A pesar de todos los esfuerzos y los brevísimos instantes de sosiego, la pasamos muy mal esa noche. No pudimos cenar y brindamos casi con asco (en esos momentos la alegría era una completa irresponsabilidad). En la tarde había desaparecido el cuadro del Corazón de Jesús y nosotros nos sentíamos cada vez más asfixiados, más mezclados. Haciendo una angustiante relación entre los objetos y los períodos de extravío, nos habíamos percatado de que esta situación anormal tenía, por lo menos, quince años.
Cerca del amanecer aparecieron juntos en la cocina la República Literaria y una preciosa falda hindú que le habíamos comprado a la abuela cuando cumplió los 70. El primo, que estaba aplastado en el sofá rasgando la calcomanía de una botella de whisky, nos dijo que lo había previsto en silencio y que había preferido no anticiparlo, para no crear expectativas.
Si acaso todo había apuntado a una precisión casi inverosímil hasta ese momento, los hechos o el licor nos pusieron capciosos y empezamos a cuestionarnos todo. Discutimos, el primo evadió, le gritamos, pedimos disculpas, argumentó con razones numéricas y progresiones matemáticas, pero ninguno supo explicar por qué la pechuga tardó cinco años en aparecer (calculando con base en la edad de Pedrito, que ya era todo un hombre) o por qué, si el afiche de Sofía Ímber medía 90 centímetros, regresó a los diecisiete días. Ahí todo empezó a derrumbarse. El abuelo podía aparecer en diez minutos, veinte años o no aparecer nunca. No faltó quien se desesperanzara al recordar las dimensiones del anciano, como tampoco pudimos dejar de sentir un ridículo triunfalismo al reconocer que estaba como un esqueleto y que los años le habían restado tamaño.
Desde ese día, y con una rapidez alucinante, los extravíos y las apariciones se tornaron anárquicas, haciendo más imprecisos los cálculos y nuestras esperanzas cada vez más frustradas. Desaparecieron en ese mes: un muñeco haitiano en tamaño natural y un ejemplar de los Pensamientos Originales de M. Fabio Quintiliano, de 1797, guardado con llave en la mesa de noche de mamá. En febrero: una pipa labrada en cacho de toro, una boina tejida de Perú y una réplica en marfil de la Venus de Tacarigua, que recuperamos en el primer tramo de la alacena. En marzo: una talla en madera de Bolívar y un LP original de Bill Evans que apareció dentro del refrigerador. No soportamos más.
Llamamos al primo por última vez y lo confrontamos. El hecho de que ninguna de sus proyecciones hubiera dado hasta el momento con el paradero del abuelo ni tampoco permitiera siquiera dilucidar una posible fecha de su regreso, nos desesperó. Finalmente lo material ya no tenía importancia. Habían sido muchas desapariciones y pérdidas continuas. Nada queríamos sino al abuelo.
Aprovechamos una mañana en que fue a desayunar a la casa para expulsarlo definitivamente. Le dijimos que su plan era una mierda y que no necesitábamos de progresiones y cálculos. Que si nos tomaba por pendejos, que si creía que el abuelo se reducía un número. Anda al carajo, algebrista maricón, pensionado de fila india, y no vuelvas más nunca. Así lo despedimos y tal vez hoy sintamos vergüenza, pero la asechanza asumida de una angustia justifica todos los atributos de la brutalidad.
Encima el no-regreso del abuelo (ya no su desaparición) había intensificado nuestra propia enemistad y prácticamente no pasaba un día sin que hubiese un llanto, un grito o un objeto colisionando las paredes. Con él descubríamos que más allá de las leyes, más allá de la corporeidad, había otras formas de dejar de existir. Y esto era aterrorizante. La desaparición era una decisión libre y arbitraria y los objetos susceptibles de perderse eran todos y ninguno. Hasta lo más vigilado (verbigracia, el abuelo) podía esfumarse sin darnos cuenta.
Sobrevino lo obvio: la casa se hizo inhabitable y la intranquilidad de saber que cualquiera de nosotros y en cualquier momento podía desaparecer nos hundió en nuevos sufrimientos y especulaciones.
Ahora dejábamos la casa sola o en ocasiones con la abuela, cuando la rodilla le impedía moverse. Salíamos por separado y quedábamos en vernos bien entrada la noche. Luego nos perdíamos por varias horas, sin que nadie supiera dónde estaba el otro, y al regresar nos saludábamos en silencio y evitábamos dormir dos noches seguidas en el mismo cuarto. Nos amarrábamos los brazos al copete de la cama, nos distribuíamos las horas de sueño y las habitaciones. Cada uno hacía vigilia mientras el otro dormía y trancábamos una a una las puertas de los cuartos, atravesando mesas y sillones en los pasillos, dificultando cualquier movimiento y asegurando un estruendo en caso de sonambulismo. Fue un tiempo de paranoia. Un tiempo inútil.
Al percatarnos de que todo seguía igual, solo con un poco más de sucio y montón de cosas movidas, nos aburrimos y decidimos quedarnos tranquilos. Escapar no era posible. Era, incluso, innecesario.
Fue ahí cuando se cumplió un año de la desaparición del abuelo y ocurrió la inesperada reaparición del Corazón de Jesús junto al comprobante de la denuncia. La abuela estaba fregando unas prendas en el lavadero y nosotros acabábamos de levantarnos de la cama cuando sentimos el estruendo del vidrio roto que venía del cuarto del fondo. Que si Dios es el secuestrador de todas las certezas, que si el cielo es la extensión territorial de la mentira, que si los ángeles son el hampa común de la teología, esa perturbadora alegoría nos condujo hacia la solución definitiva, la que habíamos tenido más cerca y que por soberbia habíamos repudiado desde el principio: la fe.
Hicimos lo debido: retiramos la denuncia y cambiamos el método de la espera.
La abuela tendía la cama y acomodaba las almohadas con la forma del abuelo (operación que repetía a las seis de la tarde, cuando solía entalcarlo y ponerle las piyamas). Nosotros guardábamos su puesto en la mesa y, religiosamente, se le servía su chuleta y su vaso de jugo en el almuerzo y su plato de atol con dos catalinas en la cena, aún sabiendo que nadie iba a comerlo y que terminaría en la basura o en la glotis de algún perro callejero. En las tardes le desinfectábamos el patito para orinar y los lunes sacábamos un nuevo pañal del paquete, que dejábamos ordenado en su cama con la sábana vacía y la almohada sin babear. Su espera se hizo asunto mesiánico y nuestra sonrisa (mueca trágica y ensayada) la demostración palpable de la entrega. El sacramento y memorial de su desaparición.
El ritual nos dio paz y, al menos por un par de semanas, nos hizo creer que los extravíos se habían acabado para siempre. Pero no. Una tarde, tal vez demasiado rápida en llegar, desapareció el teléfono de la sala, incluyendo los cables y una libretita de notas de la abuela. La aparente calma nos había anestesiado y aquella nueva desaparición era como un despertar a patadas.
Mamá, volviendo a sus apuntes y reformulando el método ya desechado del primo, creyó descubrir una regla fundamental de los extravíos: la cuarta desaparición haría reaparecer la primera (recordemos que más de tres objetos no podían permanecer juntos en el olvido). Y esa primera, de acuerdo a los registros contables de mamá, sería el abuelo.
Comprobamos que la desaparición del teléfono no había sido broma de ninguno de nosotros y nos armarnos nuevamente de paciencia. No pasarían más de tres horas cuando la abuela lo encontró debajo de su almohada, con los cables perfectamente enrollados y unos pocos raspones en la antena (no sabemos nada de la libreta).
Nos desesperamos una última vez. Nos insultamos y salimos a la calle. Pasaron unas tres horas. Un golpe en el ojo. Dos cachetadas. Otro insulto. Regresamos. La abuela no estaba. Llamamos al primo. No lo conseguimos. Volvimos a la calle. El ofuscamiento había oscurecido todo intento de calma. Al repasar detenidamente el camino y cruzar la esquina frente a la tintorería, pensamos que tal vez había venido con nosotros. Volvimos a buscarla. No está. La abuela desapareció.
En la calle ya había oscurecido. En diciembre el sol tiende a guardarse temprano como una lámpara extraviada que sigue su curso y sus reglas. Buscamos a la abuela por todos los lugares a donde creímos que habíamos ido. Conjeturamos: la abuela no tiene a nadie, la abuela ya no tiene al abuelo, la abuela no puede caminar sin andadera y esta se quedó encerrada en la casa. Entonces salimos: el parque, la iglesia, el prostíbulo, la casa de Manolo, el quiosco. Fuimos más lejos: la librería, el frutero, el restaurant chino, el mercado, la floristería… Y ahí estaba, paciente, junto a las camelias que tanto le gustan.
El pasar del tiempo, a la vez tan largo y tan frágil, nos obliga de nuevo a la resignación y el consuelo. La disminuida seducción de la memoria nos hace hablar en plural y en presente, que es igual a callar y a ocultarse en ninguno. Estanterías mudas, caminos repletos de túneles hacia múltiples tipos de tristeza. El abuelo aplaudiendo con sus manos de mono y su boca ensalivada, mostrando esa sonrisa en parálisis que nos deleita. El abuelo leyendo, envuelto en el chinchorro como una mortaja. El abuelo ciego, el abuelo mudo, el abuelo sordo. Sordera de sabio. Mono místico, uno y trino.
A veces nos reímos, otras tantas compartimos sollozos. Mamá le encargó una corona de flores y el primer viernes de cada mes se le hace una misa.