Un oficial de la guardia costera de Trinidad y Tobago intercepta a disparos a una embarcación de migrantes venezolanos y asesina a un niño que iba en brazos de su madre. La noticia no sale en los grandes titulares ni produce movilizaciones en el mundo. Al final, es otro migrante que muere, un ilegal más, como Victoria Lugo Mayor, la niña de siete años que se ahogó en el Río Bravo hace unas semanas, o Angie Valera Martínez, la bebé salvadoreña que murió con su padre mientras cruzaban el mismo río en 2019, o Alan Kurdi, el niño sirio que apareció ahogado en una playa de Turquía en 2015. La noticia provoca una descarga moral de baja intensidad y se evapora segundos después junto a los miles de relatos de desaparecidos en el Mediterráneo, en embarcaciones precarias navegando el Caribe, en algún desierto de la frontera sur de Estados Unidos. ¿A quién podría importarle tanto?

El desprecio enlaza geografías. Ese guardia costero que disparó a la lancha en Trinidad y Tobago, el Guardia Nacional que acribilló a tres migrantes cubanos el año pasado en Chiapas, el guardia civil que disparó a mansalva en la valla fronteriza de Ceuta en 2005 y el agente de la Patrulla Fronteriza que a esta hora ahorca indocumentados haitianos montado en un caballo en Texas, están conectados por un mismo hilo. Todos tienen algo en común, además de las armas: el odio como política de protección fronteriza y un Estado que los encubre.

Los migrantes son delincuentes y merecen castigo: esa es la idea que jala el gatillo. Detrás de las armas hay un ciudadano honorable que piensa: qué estamos dejando entrar a nuestro país, qué sujeto peligroso se colará para acabar con nuestra calma –que es igual a decir ideal de grandeza nacional, que es igual a decir ideal de pureza étnica–. El dedo que discrimina puede hacerlo con la misma precisión que la mira del fusil: se quedan afuera los que luzcan más extraños. Esos que, probablemente, sean más pobres y más pigmentados que el promedio.

No es difícil adivinar que esa idea del ciudadano honorable, directamente o no, le otorga justificación simbólica a la orden policial de asesinar migrantes para mantenerlos a raya de las fronteras. Si no, ¿cómo es que el Primer Ministro de Trinidad y Tobago defiende como “acción legal” el asesinato perpetrado por sus guardias? Si no, ¿cómo es que la Zero Tolerance de Trump y el cambio de infracción administrativa a delito federal para los que cruzan la frontera tuvo tanta acogida? La respuesta es más del orden ideológico que jurídico: el delito es la movilidad humana.

El ataque a los campamentos de refugiados en Paracaima y Cúcuta, las hogueras con pertenencias de migrantes en Iquique, Chile, la huelga de los habitantes de Lampedusa y Gran Canaria ante la llegada de más y más “invasores”, las protestas en Lesbos contra la construcción de un campamento para solicitantes de asilo: todas reclaman el derecho a vivir sin extraños. Todas, de formas más o menos violentas, promueven un mundo libre de indeseables.

El dedo que aprieta el gatillo en Melilla, Chiapas, Texas y Trinidad no es muy distinto al dedo que señala al diferente en las calles ni al dedo que se levanta pidiendo más seguridad frente a los forasteros. Cada quien debe ganarse el derecho de estar aquí, dicen los angustiados. Cada quien debe demostrar que no es el sujeto sospechoso que parece. Para eso existen trámites burocráticos, visas, puentes internacionales, interrogatorios, puntos de control. Exigencias propias de alguien que jamás ha tenido que huir por su vida.

Los disparos de los guardacostas libios, griegos y marroquíes contra los botes de migrantes suenan igual que las promesas de Abascal de deportar, expulsar y reforzar la vigilancia para que el horror de la multiculturalidad no se instaure en España. Suenan igual que el aluminio de las jaulas de migrantes en la isla de Nauru, la indolencia de Kamala Harris diciéndoles No vengan a los guatemaltecos y el compromiso de López Obrador de jugar al Border Patrol de Estados Unidos. El terror aprendido hacia los inmigrantes –violadores, pandilleros, traficantes, terroristas– encuentra demasiadas voces. Cuidar la patria, ese espacio superpoblado de ficciones, termina en los terrenos de la necropolítica: la convicción de que hay personas que merecen morir.

La postal irónica de la crisis migratoria mundial se compone de sujetos que mueren intentando cruzar a la vida. Fronteras naturales, institucionales e ideológicas alineadas para mantener a los otros en esos lugares “horribles” a los que pertenecen. Habría que preguntarse si ese dedo gigante del nacionalismo que apunta a los migrantes en las calles y jala el gatillo en las fronteras no se vuelve en contra de formas obvias. Si acaso las fronteras no van a seguir llenas de personas, de millones de personas, haciendo lo que sea para que las dejen pasar.

Zakarías Zafra