Dejar la casa es entregarse a uno mismo. Mudar la patria al cuerpo. Aprender los rituales de la soledad. Emigrar es un precioso acto de renuncia. Emil Cioran escribía: “la capacidad de renunciar es el criterio -el único- de nuestros progresos en la vida espiritual”. Eso lo sabe muy bien el migrante. Renuncia no solo a lo evidente (los afectos, el hogar, la ciudad, los lugares reconocibles), sino a las dinámicas y marcos relacionales individuales con el país. El migrante, tal vez sin procesarlo de forma consciente, renuncia a una idea y a una concepción de país. De pronto, tras una fuerte turbulencia íntima, se da cuenta de que el país se ha movido de su lugar La geográfica se completa con otra: la distancia interior.
Para el emigrado, su país cambia de forma: se agranda, agobia, se desvanece, se vuelve tierra prometida e infierno inhabitable, hasta que se detiene y se muestra tal cual es: una casa simbólica, el asiento de una familia difícil, un equipaje invisible que va rodando detrás. A este proceso no podría asignársele un tiempo o una duración, en virtud de las diferencias entre las subjetividades y las particularidades de cada historia de emigración. En muchos, quizá, este movimiento se aplaque sin haber sido más que emocionalmente percibido. En otros, quizá, se mantenga sujetado por una implacable racionalización. En otros tantos, el país permanecerá estable un largo tiempo, hasta que ceda definitivamente a la tensión.
Esto último, sin embargo, no parece muy probable. La experiencia migratoria es disruptiva: gentes, lenguas, ciudades, climas, hábitos distintos. Chocan deseos y cambian expectativas. No hay forma de presagiar esos golpes. Lo único que sabe el migrante es que está vivo y está bien. El resto, es parte del temblor de los días.
De ahí que no pueda sostener con la misma fuerza la noción del país que traía. El intenso intercambio que trae consigo la migración, hace que todo se tambalee. El contraste con otras nacionalidades, la relación con sus propios paisanos emigrados, las noticias que van y vienen del país y de la diáspora, la necesidad de integración inmediata en una nueva cultura, el conocimiento y adaptación a una nueva ciudad, a una lengua, a un modo de ser y hacer las cosas, a una nueva ciudadanía, provoca que su anterior ser nacional se ponga, si no en ruptura, al menos en duda. El país territorial sigue idéntico pero el país íntimo ha cambiado de forma.
Decía el poeta polaco Ceslaw Milosz: “El exilio no es solo el fenómeno físico de cruzar una frontera, sino también la aparición de un sentimiento que crece y transforma desde dentro, hasta convertirse en destino mismo del exiliado”.
El que llega a un país ajeno, dejando todo lo que amaba atrás, no le queda otra que andar consigo. Relacionarse sabiamente. No darse al despilfarro. Dice el migrante: “Mi casa está lejos, mi historia tiembla, no tengo país. Pero tengo el cuerpo, la memoria y la palabra. Y desde ahí resisto”. Donde quiera que esté, su país es su cuerpo. Si aprende a vivir ahí, se llevará siempre. Podrá estar lejos, pero jamás exiliado.
El emigrante sabe que no puede mudar el país consigo. En lugar de factura o título de propiedad, hacerlo hoja de viaje, insignia. Conversar con la familia, reanimar amistades, recordar a los que no pudieron venir, son algunas de las formas imaginarias de volver. La casa quedó atrás. No hay forma de traerla, más que con rituales. En los hábitos, en las palabras, en la comida, en la voz de los amigos: el país tiene muchos lugares. Está en los sentidos y está en la memoria. En ese territorio vive el migrante. Nadie lo va a desterrar de ahí.
Los migrantes viven en la memoria de sus afectos. Aunque hayan perdido el país, aunque no se encuentren en ninguna parte, aunque solo tengan techos provisionales, la familia y los amigos los recuerdan. Esa es la casa estable. Ahí está su residencia.
El emigrante no tiene Estado que lo proteja, su país es un lugar difícil cuando no infernal, debe luchar por sí mismo y contra el recelo de quienes lo reciben. Esa inmensa soledad, ese gigantesco desamparo, es una épica mínima. El emigrante está llamado a ser dueño de su destino. Debe serlo. «El exiliado deplora las patrias. Rehuye divisiones. Se encamina hacia el instante. Comienza a ver», decía Rafael Cadenas. De ahí que los lazos que lo unen al país colectivo son de otro orden; su relación con el territorio ya no puede ser de pertenencia heróica ni de defensa patriótica; no puede ser más que desde la fragilidad; una intuición apenas.
No solo como noticia y como herida: el país se lleva de equipaje.