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Gastronomía. Unos amigos inauguraron hace poco una arepera. El día de su apertura intuimos lo que podría ocurrir después: convertirse en un lugar de encuentro de los emigrados. Una arepera en el exilio tiene una vocación de amalgama: junta, arropa, relaciona. No es el lugar, sino lo que ahí se despliega: la sensación de lo propio. La gastronomía es un recordatorio de la experiencia de tener un lugar. Ese poder de lo reconocible. Se come para sentirse parte de algo, para recordar de dónde uno viene. En esa operación digestiva hay un diálogo, una condensación de significados, muchas formas de placer que van más allá del hecho saciar el hambre. Se suspende de algún modo la amargura del exilio. Se deglute por segundos la distancia, la imposibilidad de volver. Todo parece servido a la fantasía. Todo cabe en un bocado.
Gueto. Un lugar y una mentalidad. Un aislamiento voluntario y una disposición inconsciente ante la dureza de emigrar. Los guetos existen y pueden estar también en el lenguaje, torpedeando la palabra más difícil del exilio: la asimilación. “Allá existía tal cosa”, “aquello era mejor que esto”, son los muros de un lugar impenetrable donde una falsa superioridad se regodea. Quizá salga a hacer mercado en la ciudad, comente cualquier cosa con los vecinos inmediatos, pero sigo anclado en una isla imaginaria que he construido para que los otros no invadan. Para replicar mi experiencia del origen, mi propia versión del origen. Algunas veces el gueto es real, físico, urbano. Otras veces es inmaterial, invisible. En ambas formas reluce lo mismo: una distancia infranqueable entre el extranjero y el residente. Sus prácticas no coinciden. Sus mundos, a riesgo de chocar, están separados por todas las barreras posibles.
GPS. Por un largo tiempo quise tatuarme las coordenadas de mi casa en el pecho. Pretendía convertir esos números en un código secreto, una llave mágica, un amuleto. Al final el diseño falló y no encontré algo que me gustara. En el ejercicio, sin embargo, quedó sellada la ubicación exacta de mi familia, de mi casa, de mis libros, de mis muertos, todos en una gran coordenada que escribo con solo ponerme la mano del lado izquierdo. Puedo ubicar con precisión el lugar donde murió mi padre, donde descansan las cenizas de mi abuela, donde mi abuelo lee con otros ojos el reverso de la tierra; sé dónde mis tíos, más viejos, me esperan. Mi sistema de posicionamiento global tiene una avería maravillosa: no distingue el mundo de los vivos del de los muertos. Los sitúa a todos en un mismo lugar que siempre está ahí, elástico, con un punto azul que me fija la ruta para no equivocar el regreso.
Zakarías Zafra