Ninguno ha podido decir
(quién sabe si por temor al desprestigio)
que la poesía es un invento de la fatiga.

Ella, coinciden todos,
revuelve unas supuestas sensibilidades
y le otorga otros atributos
a los dedos.

De lo demás
(rasguños, lenguajes, negociaciones)
se encargan los guardaparques.
La poesía es perezosa
y es incapaz de vencer la siesta.

Pero aquí, además de árboles, hay corrales,
largos pasadizos y palabras envueltas en moco verde.
Casi todos están incomunicados
y el aire es tan opaco
que hay una sola verdad.

Cada tarde,
cerca del lago de los caimanes,
se decide
quién hará la digestión con los visitantes.
Quién, con los mismos sonidos
y la mitad del instinto,
puede generar más aplausos mecánicos.

La contienda es inhumana.

Los de allá se burlan de los de aquí.
Los de aquí no quieren saltar la reja,
tal vez por respeto a la violencia (o por horror al prestigio).

De cuando en vez hay una matanza
pero la nube de polvo
escribe siempre una versión parecida.
No hay cambios en las carteleras
ni mucho menos en los mapas o en las guaridas.

Los de aquel lado defienden su hondura.
Los de este no saben si es barro o asfalto seco.

Muchos han visto cómo lo hacen.
Es casi pública
la forma en que defienden su grandeza.

Les dicen poetas, pero se predan.
Los llaman por un nombre, pero es incorrecto.

Habría que olvidar tanta bajeza:
La Casa del Ser es un zoológico.

 

 


 Escucha la lectura de este poema en el podcast del Stand Up Poetry de Inspirulina aquí.