A las 11 de la mañana sonaron las alarmas. Bajamos del edificio alrededor de 200 personas con las manos sobre la cabeza, guiadas por un grupo de trabajadores entrenados como brigadieres de seguridad. Escuchamos instrucciones por los megáfonos, hicimos filas y grupos para resguardarnos, luego vimos cómo se manejarían las camillas para transportar a las posibles víctimas. La simulación duró alrededor de 15 minutos.
Después de 1985, todos los 19 de septiembre la Ciudad de México conmemora el terremoto de aquel año de la forma más sensata que puede: planeando el escape futuro de una tragedia. Nunca sabremos cuántas vidas les debemos a esas prácticas de huida, pero sí hay algo que a todos se nos hizo evidente: los simulacros, vistos después de las catástrofes, toman la forma de esos ensayos que se deshacen el día del estreno. Algunas cosas se aprenden, otras quedan inválidas ante la inminencia del peligro. En histeria se improvisa: el miedo no da tregua a las coreografías.
Doce días antes, a las 11:49 de la noche, otro sismo había sacudido a la Ciudad de México. No hubo pérdidas materiales importantes, pero en los edificios —y en las conversaciones— quedó el fantasma de “una réplica más fuerte” que golpearía a la ciudad con más furia. El presagio, para asombro de todos, se cumplió en forma de efeméride desastrosa: 32 años después de aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, el terremoto estremeció violentamente a la ciudad capital.
A la 1:14 comenzó todo. Yo estaba reunido en una oficina con paredes de vidrio. Un zumbido grave que vino desde el sótano y que al subir se juntó con la vibración aturdidora de los cristales, nos dejó totalmente en silencio. Los gritos ocuparon todo el edificio y el mareo frente a las mesas y las sillas nos hizo darnos cuenta de lo que pasaba. Las primeras cosas empezaron a caer. Como pude, me levanté y salí corriendo hacia la salida. Las alarmas no sonaron. Nadie escuchó más que la fractura rabiosa de las cosas.
Mientras bajaba, las escaleras de madera crujían como si fueran a romperse en pedazos. Aunque chocaba contra las paredes, no podía detenerme. La sensación de que la estructura se venía encima era inevitable. El edificio entero parecía rebotar sobre una ola de un líquido pastoso.
La memoria me falla en este punto. No recuerdo si salté el torniquete de seguridad o lo atravesé a los golpes. “¡La puerta, la puerta!”, grité cuando choqué contra la reja de la salida. La recepcionista, paralizada y privada en llanto, no podía activar el botón para abrirla. Ahí miré y encontré a un grupo de personas empujando el portón del garaje para salir. Hicimos fuerza. Una espalda tras otra presionando la placa metálica. Parte de la puerta se nos vino encima y, sin importar los golpes entre nosotros, abrimos un hueco por donde fueron saliendo uno a uno los demás trabajadores.
Éramos muchos. Los que no lloraban tenían las caras borradas, como si estuvieran regresando de la muerte. Afuera la acera ondulaba y el edificio se sacudía como un cuerpo convulsionando. Todo esto transcurrió, supongo, en pocos segundos. Al mirar a la derecha, en medio del caos que comenzaba a estallar, vimos la escena más aterradora de ese día: el edificio de al lado, un conjunto residencial levantado a unos pocos pasos del nuestro, se derrumbó por completo.
Para el que lo vive, es imposible recordar la duración de un terremoto. El tiempo se suspende radicalmente y cada segundo se convierte en una calle muy larga, llena de estallidos e imágenes inconexas. Al salir decíamos “duró un minuto, no, imposible, fue minuto y medio, no, fueron 40 segundos, si no no habríamos podido salir”. Es el tiempo de la tierra versus el tiempo del pánico, que no tiene medida posible. Mientras nos llamaban a ocupar el camellón para evitar el riesgo de una réplica inmediata que pudiera derrumbar las torres alrededor, sentí que el tiempo se había quedado atrapado en el edificio. Sentí un ahogo. Tosí varias veces. Lloré seco y rápido.
En mi memoria sísmica no había más que dos temblores menores en Venezuela. Hasta la medianoche del 7 de septiembre, desconocía por completo la experiencia aterradora de un terremoto. Para mí eran episodios lejanos, casi irrealizables. Recuerdo que solía temerle a la Ciudad de México a partir de las imágenes del 85, sin imaginarme que 32 años después estaría ahí, solo, saboreando el miedo a la muerte frente a un edificio derrumbado.
En el camellón tratábamos de ubicarnos con la mirada y nos tocábamos como una extensión de la pregunta “¿estás bien?”. Las caras eran pantallas rotas que reproducían lo que acabábamos de ver. El llanto y el terror estaban entre todos nosotros, manifestados de formas distintas. Una mujer trataba de pasar por el medio de la gente llorando desesperadamente por su hermano. Un hombre le gritaba al teléfono y lo batía con las manos. Las líneas telefónicas estaban colapsadas. Solo whatsapp y algunas redes sociales permitían establecer una comunicación por instantes.
Casi tan urgente como mantenerse a salvo es reportarse con los suyos. Para el inmigrante, estar en una situación límite lejos de casa involucra dos emociones casi paradójicas: una extraña despreocupación por saber que se está solo y una extraña necesidad de avisar que se está vivo antes de que se difunda la noticia. Uno piensa en la familia de un modo distinto a los habitantes de la ciudad: no para saber si están bien, sino para hacerles saber, aunque mintiendo, que uno tiene controlado el peligro.
Poco a poco fueron llegando policías, bomberos, ambulancias y un batallón de rescatistas con picos y palas para levantar escombros. Ahí vimos las primeras camillas con cuerpos que sacaron de los restos de concreto. El terremoto ocurrió cerca de la hora de la comida y era imposible determinar si los habitantes estaban en sus departamentos o habían alcanzado a salir en los pocos segundos que tardó el edificio en desplomarse. Nadie supo decirnos cuántas víctimas hubo solo en ese punto.
Después de un rato más, la gente se fue dispersando para reunirse con sus familias. La ciudad era un caos y no había lugar que no estuviera o trancado por el tráfico o atravesado por el paso de ambulancias y peatones. Tenía que regresar a mi casa. A esa hora, poco más de las cuatro de la tarde, me enteré de que más de 20 edificios de la ciudad habían colapsado, con un número que, hasta esa hora, llegaba a los 40 muertos solo en la Ciudad de México.
¿Qué hubiese pasado si el temblor duraba diez segundos más? ¿Pudo haberse caído nuestro edificio de la misma forma en que lo hizo el de al lado? ¿Qué debo sentir ahora que las autoridades confirmaron que, efectivamente, la estructura puede ceder en cualquier momento? ¿Acaso puedo llamarme “sobreviviente”?, me preguntaba mientras iba de regreso a mi casa. Fue la alarma escandalosa de la supervivencia la que me sacó de ahí. Sí, fue eso, me dije, y la gracia indescifrable de ese “no te tocaba morir todavía”.
Después de dos terremotos en menos de dos semanas, sigo viendo los días como una sola escena de pavor. Como muchos otros, me siento estrenado en la paranoia por la milenaria ciudad que tiembla. Es esa “sensación intraducible del miedo, del fin de seres y de cosas” que describe Monsiváis en su relato del 85. Ese sentir que ya no hay lugar seguro y que cada minuto es la continuación de una alerta.
19-S. Esta conmemoración trágica del suelo nos deja vivos con el aturdimiento en cada palabra que se dice. El después común del temblor no es solo lamentar los daños, sino soportar la réplica que se queda agrietando los cuerpos. Es la sismografía personal del pánico registrando caídas en la piel y en la memoria. Ese futuro inmediato de todos los que sobreviven a los terremotos: agradecer el estar vivo repitiendo por horas la sacudida.