Ella estaba ahí. Todos sus hijos la rodeábamos. Sufría, gemía lanzando un eco estéril pero amplísimo, como de salutación de ángel. Una inmensa estría la dividía en dos hemisferios. Un camino rojizo con cientos de peldaños en carne viva la atravesaba, desde la comisura de los senos hasta más allá del portal abigarrado de su vagina. Todos creíamos que estaba embarazada. Que algo había expulsado de su cuerpo aquel biberón encarnizado, aquél chupón de carne y verruga uniforme que era su ombligo.

Estaba atardeciendo. Estoy segura. Aquella sustancia viscosa que salió de su vulva era cromáticamente idéntica a lo que se dibujaba en el cielo. Todos esperábamos curiosos, recuerdo. Mamá gritaba, sufría. Un hombre que no supe reconocer se le acercaba y le lamía la frente. Otro, mucho más pequeño, le acordonaba los dedos de los pies con un tejido parecido al cuero. Entonces ella gritó. Lanzó un interminable quejido que nos chorreó la sangre. Los hombres salieron corriendo y ella despertó.

Talitá, kum! –gritó una voz sudorosa oculta en una de las pimpinas que tenía mamá para los días de sopor.

Y despegó su tronco de la cama, quedando en una insólita postura suspendida, horrendamente gravitacional. Se apagó la luz. Oscurecía. Volvió a dormirse.

Un hombrecillo con una extraña capa roja entró por la ventana, montado sobre un venado y desenvainó una navaja afiladísima. Nos pidió silencio, a lo cual accedimos porque de cualquier forma no podíamos emitir palabra, y acto seguido se montó con el venado en la cama y clavó la navaja en la boca del estómago de la encinta, dándole vueltas como dibujando una runa o un petroglifo de alguna tribu extraviada en los silencios de la historia.

El enano agarró su cuchillo con toda su fuerza y siguió el camino de la inmensa estría que la dividía: abrió en dos la barriga de la mujer y extrajo de ella algunas cuerdas, unos tejidos similares a las redes de pesca, unas hamacas con estampados amerindios y un conglomerado de tierra y glucosa que en nada podía parecer un sistema intestinal. Guardó todos aquellos artefactos en una bolsa de terciopelo en el lomo del venado y se introdujo dentro de su barriga.

Talitá, kum! –volvió a gritar la voz ahora con un tono de nodriza y sonaron las pezuñas desesperadas del venado que salía por la ventana.

Volvió a atardecer, como si de nuevo surgiera la noción del tiempo y nos preguntamos si así había sido el nacimiento de cada uno de nosotros, si nos unía algo más que el condicionante aturdidor de la sangre, o si ese nuevo hermano que venía había sido producto del rito esotérico del sexo o partícula eyectada de una fabulación infantil (cigüeña o venado) que a razón de nuestra desesperanza, vendría a ser casi lo mismo.

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[Este cuento pertenece a #BlandaIntuicióndePárpados (2014). Si te gustó, descarga el libro aquí. Si no, incendia tus pestañas con calma].

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