La vida es más que ciudades y hombres pasándose el sudor con horarios, respiraciones mutuas y ajenas, braguetas despidiéndose en la tarde seca y amarilla. La vida es más que los cuellos anudados en un gesto cualquiera, besos livianos bajando por cualquier edificio, espaldas que van hacia sus mundos con otras rigideces. La vida es más que una sábana perpendicular a una ventana, más que una lámpara redonda en el ojo de cualquiera. La vida es más que eso, tiene que ser más. Más que retratos de aceras con dientes pegados, más que mensajes perdidos entre las ojeras, siquiera tímpanos que conducen a charcos anónimos. La vida es una hilera de moscas y debajo de ellas reposan todas las respuestas necesarias. La vida es amar al poeta y a todo aquel que se empeñe en levantar una experiencia estética de la mierda. De ahí que no es un respiro, sino un olfato, aunque poco fiable.

El dedo que jala el gatillo
Los migrantes son delincuentes y merecen castigo: esa es la idea que jala el gatillo. Detrás de las armas hay un ciudadano honorable que piensa: qué estamos dejando entrar a nuestro país, qué sujeto peligroso se colará para acabar con nuestra calma –que es igual a decir ideal de grandeza nacional, que es igual a decir ideal de pureza étnica–.