Ya no es la plaga que viene a robar los trabajos y a contaminar visualmente las ciudades. Tampoco las langostas que devoran las ayudas públicas, colapsan los servicios de salud y se convierten en cargas insoportables para el Estado. En el guión de hoy, los migrantes representan algo peor: son los enemigos de la construcción de la paz diplomática entre México y Estados Unidos. Las fronteras, más impenetrables que de costumbre, ahora están protegidas por la Guardia Nacional y por la lealtad ciega a la Cuarta Transformación. El dictado, sin embargo, no salió del Palacio Nacional. Ha salido primero desde el albergue del poder: la Casa Blanca.

«La prioridad es México», dijo un irreconocible Alejandro Solalinde. Para el que ha sido el protector indiscutible de los transmigrantes que cruzan el territorio mexicano, «la nueva independencia» que lidera López Obrador importa más que los extranjeros. Las cosas cambian, «la vida cambia», ha dicho. Sus declaraciones de devoción política, si bien no echa por tierra sus años de trabajo al servicio de los desprotegidos del camino, sí pone a tambalear su coherencia con una rapidez difícil de atajar. Los que no importaban a nadie ahora le importan a uno menos: su principal defensor. La ironía duele de decirla: El rostro de Jesús está en los migrantes, sí, pero del otro lado de la frontera.

Las amenazas arancelarias contra México y la firma del acuerdo de Tercer País Seguro por la fuerza con Guatemala, dan cuenta de un nuevo fenómeno: la reinvención de las fronteras. Trump, por medio de la intimidación económica, ha convertido los territorios de sus vecinos en gigantescos centros de detención. Y esa es la estrategia que mejor le ha servido: construir muros invisibles con los recursos de otros y que la desesperación de los miles de rehenes fronterizos termine por llevarlos a cualquiera de los dos abismos: la deportación o un trámite infinito de asilo en un país incapaz de concederlo. Si la postura de Estados Unidos es de egoístas (cuiden mis fronteras), la de los países vecinos es de carceleros (ciérrenles el paso). Y la misión parece la misma: no hacer enojar al gigante del norte. La America Great Again sin inmigrantes, sin rostros oscuros, sin cuerpos apestados, ha logrado círculos de protección transnacional. Y su principal aliado es México.

Lo que resulta curioso —y las palabras de Solalinde son sintomáticas de esto— es que la arremetida nacionalista de Trump transfiere una urgencia patriótica a los amenazados: hay que poner los intereses del país por encima de todo. México para los mexicanos, Estados Unidos para los estadounidenses: un levantamiento de barricadas que impidan el paso del «ejército de los nadie», como los llamó Óscar Martínez. Ellos no son parte de la grandeza de las naciones: son desperdicios de la maquinaria de la desigualdad. Estorban, contaminan. Y la solución que está andando no es desarmar la máquina, sino redistribuir sus desechos.

George Steiner llamaba a las fronteras «la estulticia delimitada con alambres». Una descripción exacta para la mano dura de Trump y AMLO, quienes a la par que evitan una debacle económica, fortalecen las bases de una crisis humanitaria regional: campos de refugiados no declarados, ciudades babélicas atestadas de centroamericanos, caribeños y africanos empujando el muro invisible hasta el límite, nuevas franquicias del crimen organizado, retenes en los aeropuertos, más prostitución, explotación infantil y trabajo forzado, y una tensión creciente entre los vecinos, quienes deberán repartirse el desastre de miles de migrantes sin salida. El único objetivo: no dejarlos seguir hacia Estados Unidos. Que no toquen la meca del insomnio americano. Que no molesten al Gran Deportador.

La espalda del padre Solalinde lleva una inscripción a fuego: los migrantes no son bienvenidos a la nueva transformación del país. Lo simbólico: se ha perdido una voz extraordinaria y poderosa para los derechos humanos de los indocumentados. Lo real: el infierno fronterizo seguirá sumando kilómetros. Y gente. Lejos de las puertas de los Estados Unidos están instalados estos filtros enormes donde van quedando los desechos de los desechos. Territorios que acumulan sedimentos de personas sin destino, sin pasado y sin futuro, mientras se gana tiempo para el ideal nacional. Un círculo dantesco donde hay oficiales migratorios, retenes, guardias, cabarets y gente que se grita en todos los idiomas.

La lógica de Solalinde y de la Cuarta Transformación parece que va del absurdo a la justificación soberana: hay que hacer frente al gran enemigo haciéndole caso. Hay que hacer a México Great Again, así sea a costa de algunos humanos. De cualquier forma nadie los ve. Son mercancías baratas, cuerpos que aparecen y desaparecen. Despojos de personas que no pueden seguir el camino ni regresar al lugar de donde vinieron. Los que se parecían a Cristo, pero ya no tanto.