El migrante tiene un doble trabajo: contener la tristeza hacia el país de origen, sujetar el temor frente al país de acogida. Todo en un mismo instante, todo mientras aprende a caminar. Memoria y futuro en acto de malabarismo. Dolor y valentía en una sola pirueta. «No sé a dónde ir. No puedo estar aquí ni puedo regresarme. Me quedé sin país», dice el migrante. Por eso la cuestión es inventarse el suelo donde toque. Saber caminar mientras apagan la luz.  Abrir túneles hacia el origen, hacer refugios en la memoria, instalar puntos de gravedad hacia la casa. El migrante se debe a esas maniobras. Imaginar, recordar y resistir desde ahí. La batalla íntima es exigente. En el migrante, la tristeza parece un derecho, el abatimiento no.

El que se fue, a veces no se encuentra. Siente miedo, euforia, ansiedad, rabia, esperanza, vergüenza, todo en descarga instantánea. No sabe qué pedir a los extraños ni sabe qué esperar de los suyos. De ahí viene su herida más honda: ser extranjero afuera y en su propio país. Esta es una historia repetida por muchos, una vivencia que validan muchos emigrados que han registrado o representado su experiencia en textos y obras. Es casi obvio que, al haber un desplazamiento o un cambio del país íntimo, haya un extrañamiento respecto del país colectivo al que se pertenecía en aquel momento. Las calles pueden haber cambiado, la casa quizá ya no es la misma, el sonido de las ciudades es otro, tal vez ya nadie de los conocidos viva ahí. Esas son consecuencias naturales del tiempo y son contra ellas que se enfrenta el migrante cuando regresa momentáneamente a su origen. Si embargo, son esas manifestaciones más hondas del verdadero dilema del migrante: el no pertenecer.

Siente de pronto que las formas de relacionarse ya no son familiares, que las creencias y valoraciones colectivas son, cuando no incompletas, sí distintas radicalmente a la suya. Ve todo, quizás, en un estado de inercia: las conversaciones, los problemas, las aspiraciones. El lugar cambió, pero el paisaje no ha cambiado. Los tonos pueden estar más claros u obscuros, pero las formas y los trazos son idénticos. Hay gente más vieja, nuevas personas ocupando nuevos roles y quizás, en el fondo, haya nuevos desafíos y posibilidades. Pero el país colectivo es el mismo. La suma de aquellos países íntimos que el migrante dejó una vez, dan la misma suma. Y esa operación se le hace necesariamente extraña. El migrante descubre que su país, el que él traía, ya pertenece al reino de la memoria y que él, en consecuencia, está radicalmente solo otra vez.