Bastaron seis meses para que la promesa optimista de la nueva década se transformara en una sensación colectiva de calamidad. La idea del fin del mundo, cada vez más presente en las redes, alcanzó a mitad de año su clímax definitivo: un sismo de 7.5 grados sacudió a la Ciudad de México en pleno confinamiento. Una amenaza de tsunami en toda la costa del Pacífico despertó las alertas mundiales. El viaje del polvo del Sahara sobre el Caribe y una plaga de langostas en América del Sur parecían repetir con ironía un pasaje bíblico. Y todo en los límites de una pandemia interminable que ha cobrado más de 490 mil vidas en todo el planeta. La pregunta cobra fuerza más allá de la adivinación: ¿es esto el fin?

Además de alterado y sentimental, 2020 es un año fronterizo: una puerta que nos separa de un mundo que, como lo veíamos, ya terminó. Si Hobsbawm dijo que el siglo XX comenzó en 1914 y terminó en 1991, ¿no será 2020 el inicio real del siglo XXI? ¿Qué fue lo que vivimos entre 1992 y 2019? ¿Un preview del tercer milenio? Vigilancia digital, teleexistencia, violencia policial, ecocidios, furia capitalocénica: todo lo que la distopía reclamaba como suyo ahora es rutina. Si la pandemia es una aceleración del tiempo, que a la par de confinar al mundo en la parálisis de la espera lo arrojó al espiral de un futuro ilegible, no sería descabellado pensar que la “nueva normalidad” arrastra al presente una época que se esperaba muy lejana.

A resumidas cuentas, la “nueva normalidad” no sólo es sanitaria, sino ideológica. Contagia las economías, la cultura narrativa, los pactos sociales en un marco de ambigüedad. Con la misma rapidez que se derriban las estatuas del antiguo orden, se levantan monumentos invisibles por “héroes anónimos”: rappitenders, enfermeras, personal de limpieza, cajeros de supermercado. Todos los que sostienen la tranquilidad del mundo hiperconectado. La cultura del cuidado, ahora en la lógica del delivery, desentona con el hipernacionalismo y el cierre de fronteras, precarización laboral, aporofobia. Se está cuestionando la memoria a punta de martillo, pero la desigualdad sigue siendo patrimonio.

No es casual que, en el gran anaquel de plataformas y contenidos, la caída de estatuas haya tenido sus mejores simulaciones. Una de ellas es la salida de Lo que el viento se llevó del catálogo de HBO y su regreso a las pantallas con una exégesis de por medio. Lo mismo la desaparición de las panquecas Aunt Jemima y el fin de la comercialización de cremas para el aclarado de la piel de Johnson & Johnson, luego de la onda expansiva del movimiento #BlackLivesMatter. La realidad nerviosa derrumba, corrige, transfiere. El pasado está en relectura y hay un deseo de conquistar la posteridad con la cara limpia. La nueva normalidad también es una hermenéutica y una reimaginación. La elección de la activista transqueer Jari Jones como la nueva imagen de Calvin Klein supone no tanto el quiebre de los estándares de belleza, como su reescritura. Ya no se admiran los cuerpos por lo que gustan, sino por lo que representan. La astucia del capital intuye que hay una carga histórica que debe ser recalculada. Que hay un otro-diferenteque puede ser integrado al discurso para satisfacer las métricas del engagement. El #ProudInMyCalvins, el #ICan’tBreathe y el #YoMeQuedoEnCasase confunden en una misma consigna que organiza las nuevas cosas que importan, no importa quién y cómo se oponga.

La nueva pandemia es la rabia. En la escala de contrastes, las muertes de George Floyd y Giovanni López movieron otro paradigma: los ciudadanos ya no se comportan como sujetos en protestas de reivindicación, sino como partes de un enorme anticuerpo social que cuestiona y desarma las maniobras del poder. El malestar acumulado, ya sea con una ciudad en llamas o con la viralización de un meme, ha hecho que el Estado se mire a sí mismo. El reciente escándalo del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) por el foro sobre racismo en México demuestra ese juego de espejos: La organización se disculpó ante la indignación colectiva y el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, paralelamente, se enteró de que Conapred existía.

Sea como sea nombrada, esta realidad tiene otras reglas. Hay una turbulencia medioambiental, biológica, política, pero también hay un colapso en los significados. La interpretación del mundo, rota como está en millones de partículas, se está esparciendo al ritmo de la viralidad. Y eso puede impulsar cambios interesantes. O al menos preguntas. El planeta está frente a un reinicio, fascinante y abrumador a la vez. Interpretar las claves con otros ojos, asumir desde el duelo que otro mundo acaba de comenzar, será esencial para llevar una vida menos incómodaen esta normalidad sobreestimulada, contagiosa e incierta.


Este ensayo fue publicado en The Washington Post en Español (Post Opinión) el 16 de julio de 2020. Acá puedes leerlo en su contexto original. (Imagen: Manuel / Unsplash)