Venezuela ya no es un paisaje.

Todos los días un pedazo de pared se derrumba, un vecino se aleja, pasa un carro a llevarse los afectos, cierra la bodega de la cuadra, se acaban temprano los periódicos. La noche se inaugura con más alardes y menos bombillos. Promete ser más toque de queda, ofrece meternos más miedo. Y estamos nosotros, los de adentro, mirando.

Amanece sin darnos cuenta las ventanas tienen que estar cerradas, el despertador anuncia el mismo ritual, el cuerpo sigue sus normas, sus horarios. Pocas cosas allá afuera nos muestran algo distinto, algo que respire. Comemos, hablamos lo de siempre, el televisor nos escupe los desagrados del día, los celulares nos sitúan a pocos segundos de la desesperanza. Y nada ocurre. Seguimos nosotros, los de adentro, esperando.

Salimos. La calle está dura y caliente, como esperábamos. Todo el mundo grita, todo se desplaza con arrebato, hoy el caos tampoco cambió sus métodos. Arrechera, distracción y aceleramiento. Voces, grafitis, arengas en esténcil, proclamas bañadas de orine, hashtags y letanías con megáfono. Liberen a Leopoldo, Enmienda Ya, Aquí no se rinde nadie, El pueblo resteado con Maduro, y nosotros, todavía adentro, sordos.

De pronto un choque, un insulto perdido, un asalto rutinario. Los conos rojos, la matraca, los refugiados de Farmatodo, la guerra del fin del mundo en las puertas del Central Madeirense. Los guardias en las bombas de gasolina, los cigarros a 1000 bolívares, la carne con sobreprecio y el tráfico de cabillas. Queremos descansar, pero el oasis se quedó sin luz. Queremos cumplir nuestro deber, pero se cayó el sistema. Y nosotros, que nunca salimos, paralizados.

El día se nos acabó muy rápido. Nos acompañan el monóxido suicida de los autobuses, la ropa remojada por la proliferación de axilas, el sentir que no cabemos entre tantos uniformes, el aceptar que regresamos más vacíos, que lo que trajimos ni siquiera alcanzó para invitarle a alguien un café con leche. Lo sabemos: el telecajero nos tiene otra burla preparada mañana. Un montón de papeles sin valor nos llenarán otra vez los bolsillos para martillarnos esta absurda abundancia. Y aquellos, que se parecen tanto a nosotros, mintiendo.

No. Venezuela ya no es un paisaje. Nosotros tampoco.

Lo que nos pasa como país es idéntico a lo que nos pasa como personas: no sabemos quiénes somos, olvidamos cómo llegamos aquí, vivimos de acontecimientos sin conquistar jamás el triunfo de una historia particular. Para salvarnos de la compulsión, la desgana y la falsa fiesta no hace falta correr, sino reconocernos.

Esa imperiosa necesidad de amarnos. El desafío de merecer.

@zakariaszafra