Lunes, 15 de agosto

Se acerca el viaje a México. No he podido celebrar. No me entiendo. Cargo un susto enorme por dentro, casi un terror. El día de ayer se me pasó como una ráfaga. Soy el rey de la procrastinación. Cosas que debí haber hecho hace un mes cuando tuve la confirmación de mi viaje, las he dejado para esta semana, la última antes del viaje (¿la última aquí?). Y aún no las he hecho. Y hoy es lunes y estoy escribiendo en este cuaderno en lugar de poner manos a la obra y andar.

Extrañamiento. Al abrir los ojos en la cama sentí una tristeza rarísima: me imaginé a mi mamá y a mi tía en la panadería, comprando el pan y la leche diaria; me imaginé a toda mi familia en su cotidianidad sin mí, como si yo estuviera muy lejos. Es segunda vez que siento esto: que mi cuarto en la casa es un cuarto solitario en México, Nueva York o cualquier otra ciudad del mundo en la que despierto sin ellos, sin el que yo era. Un cuarto que no tiene el sonido de los pájaros ni la cercanía de la biblioteca, un cuarto incómodo, en donde yo permanezco llorando y lleno de pánico.

 

*

Desde hace días vengo dándole vueltas a un pensamiento que me tranquiliza: el saberme mínimo, anónimo, un punto más en el universo inabarcable e infinito. Cuando se toma conciencia de la pequeñez, de lo impermanentes que somos, de la gratuidad con la que estamos sobre este mundo, todo se vuelve más ligero. El saberse mínimo, casi una partícula más dentro de la inmensidad del mundo, da una magnífica tranquilidad: libra, minimiza las angustias propias (casi siempre magnificadas por esa mirada oblicua, encerrada, exagerada que tiene uno sobre sí mismo), nos pone justos de tamaño, nos expulsa de la crueldad de ser imprescindibles.

Albergar un espíritu en un cuerpo; llevar una mínima partícula de ese mundo que nos forma por igual a todos, ser libre porque se es mínimo, aligerar las penas y las alegrías, pues no somos todo, no contenemos todo: no podemos más que ser pequeñas partículas atravesando el tiempo: ser suma.

 

Miércoles, 17 de agosto

Día desordenado y melancólico. A cada momento me viene el deseo y la decisión de salir de aquí. Siento este viaje a México como un ahora o nunca. Tal vez por eso esta nostalgia inexplicable, como si me estuviera despidiendo de todo, de mi familia, de mi casa, de las cosas. No he podido vencer la tristeza y el temor. Es ese presentimiento de que no voy a volver a ver esto nunca más.

Leo las memorias de las 21 casas de Paul Auster y de inmediato pienso en el arraigo que tengo con mi propia casa. He vivido solo en una, en esta, la casa de mi abuela. Mi hogar siempre fue este. Aquí me trajeron a los días de nacido, aquí jugué, crecí, aprendí casi todo lo que sé, y ahora aquí trabajo. Aquí he vivido todo. Esta casa es mi patria.

Esta semana se van del país dos amigos, uno de la infancia, uno de la adultez. Qué burla del tiempo. El aeropuerto de Maiquetía es el agujero negro.

Miro alrededor y de mis amigos de siempre no me queda casi ninguno en Venezuela. Todos han tenido que irse, escapar de aquí. Creo hacer bien la operación que Natalia Ginzburg le atribuía a Pavese: borrar, bloquear, expulsar de la mente a los amigos que están lejos para no sufrir por ellos. Los idos, para mí, están como muertos (o al menos transitando un largo sueño). Eso me ayuda a resistir el dolor de la ausencia. Pienso, practico que no me importa, pero hay algo más allá de la operación racional: el cuerpo se empeña en sacar las huellas y en desdecir el empecinamiento de la mente. Es duro lo que estamos viviendo como generación. Todo es dolor y pregunta. Estamos en medio de una gigantesca interrogación: en la entrada de un desierto.

Mi mamá me dice hoy mientras íbamos en la moto: “Soñé con tu papá; estaba raquítico, le salían inmensos huesos de la espalda. ¿Estás enfermo?, le pregunté, y él no me dijo nada. Desapareció”. Yo recordé el color cenizo que tenía la última vez que lo ví, la textura de sus huesos y costillas que me invadieron las manos cuando lo abracé, su gesto de calavera, su gesto de cuerpo deshabitado. “Tu papá quizás tiene cáncer”, me dijo mamá, y no pude decirle más nada. Es poco lo que sabemos de él y él, como desde hace ya tiempo, no es más que un fantasma de nuestras conversaciones.

11:57 p.m. Cuando uno está melancólico, el cuerpo es un imán, parece que quisiera alargar todos sus portales hacia la derrota, atraer más tristeza, afianzarse ahí, regocijarse en eso tembloroso que llora por dentro.

 

Miércoles, 24 de agosto. Caracas.

No entiendo nada. Me siento en un infierno. Estoy triste, derrotado, haciendo fuerza para no parecerlo. La despedida de ayer aún me duele. El hecho de despedirme de mi casa, de mi abuela, de mis tíos y de mi mamá todavía me está ardiendo en la piel. Los dejo atrás. Creo que no podré volver a Venezuela en un tiempo.

Mañana salgo a México.

Mañana salgo a México y ya es una decisión: no vuelvo a Venezuela. No puedo.

 

*

Siento que todo esto que está pasando es un empujón definitivo a un cambio radical, un cambio, por cierto, que pedí a inicios de 2015, cuando estaba hastiado de mi trabajo, de mi casa, de mi mujer para entonces y del país. Beware of what you wish for, dice un proverbio chino, y jamás he visto algo cumplirse con tal contundencia. “Cuídate de lo que deseas, porque puede hacerse realidad”. ¿Será todo esto un golpe violento de brújula para hacerme despertar y cambiar? La comodidad ha sido mi peor enemiga y es probable que, de no ser por la gravedad de mi situación, buscaría la forma perfecta de postergar mi salida de Venezuela. Trabajar todo el día, vivir solo, estar en una ciudad sin conocer a nadie, son cosas que me llenan de un terror insoportable.

Los amigos no me duelen, ninguno me duele. A todos los he perdido ya y adonde voy hago amigos nuevos. He aprendido a despedirme (hace casi un año estuve en esta misma casa donde estoy ahora, 7 de noviembre, destrozado por el fin de la relación con Desmesura). Solo me duele ahora el saber cómo voy a decírselo a Luciérnaga. ¿Cómo hago? ¿Qué va a pasar con nosotros? Me duele mucho que este amor naciente sea ahora interrumpido por esta circunstancia tan desafortunada. Solo mi familia. Pensarlos lejos, recordarlos, sentirlos ya lejos de mí, me da un inmenso dolor. Esta es una cruzada de desapego. Algo hemos aprendido en este tiempo tan oscuro que vive el país ahora: hemos aprendido a despedirnos. Sabemos ya cómo dejarnos atrás.

 

*

Haciendo un recuento rápido, ya me despedí de todos mis afectos: mi mamá, mi abuela y mis tíos, mi papá, mi padrino, Luciérnaga, Mauricio y Fausto. De todos me despedí sin haberlo previsto. Las circunstancias se dieron para que nos viéramos una última vez. Pienso en mi abuelo muerto y en su biblioteca, ya lejana. ¿Qué habría dicho? ¿Cómo se hubiese despedido de mí? Creo que me mira. Creo que va conmigo también en este viaje.

 

Jueves, 25 de agosto (en tránsito)

10.20 a.m. Caracas, Aeropuerto de Maiquetía. Logré pasar inmigración. No hubo interrogatorios ni abusos de la Guardia Nacional ni de la Oficina Antidrogas, como he pasado otras veces que he salido de ahí. Oré mucho en la cola. Al pasar apenas inmigración, oré tres salmos en acción de gracias.

3.50 p.m. Aeropuerto de Panamá. Aguacero en Panamá.

Tiendas en todas partes. No me sorprende, no deseo comprar nada. Tampoco puedo.

Las ciudades desde el cielo parece que pudieran poseerse. Es como cuando el cuerpo amado está debajo del propio: uno siente que puede atravesarlo hasta gobernar su sueño.

 

Viernes, 26 de agosto. Hidalgo, México.

Llegué casi a las 2 de la mañana al hotel. Había mucho frío. Me recordó al clima de Mérida. Extraordinario recibimiento. Comí tacos en un sitio llamado El Rey del Taco, en una de las calles de Pachuca. Música de Banda y Jenny Rivera. Los mexicanos son gentiles, educados, me dicen “maestro”.

La alimentación es radicalmente distinta a la de Venezuela. Es otro idioma, tanto culinario como verbal. Algo me dice que si sigo comiendo así voy a caer en desgracia.

 

Lunes, 29 de agosto
Venezuela es la pregunta constante: «¿Qué está pasando en tu país? ¿Es verdad todo lo que se escucha aquí?», y a mí se me agolpan las palabras. Todos, todos inevitablemente: libreros, estudiantes, escritores, periodistas, autoridades, todos están muy pendientes de nosotros. Nadie es indiferente a nuestras dificultades. Nadie deja esa mirada perpleja, urgente, de solidaridad terrible, cada vez que digo «vengo de Venezuela». Y esa solidaridad se agradece. Esa atención sincera, seria, amistosa, no puedo hacer menos que celebrarla.

 

Martes, 30 de agosto

11.30 p.m. Hoy, oficialmente, cancelé mi vuelo de regreso. Es un hecho que no vuelvo a Venezuela en los próximos días. Voy a intentarlo aquí, le dije a mi mamá esta noche que conversamos. Voy a intentarlo aquí.

Me entero por las noticias y las llamadas de mi familia que han comenzado las detenciones, las persecuciones e incluso las desapariciones de algunos líderes políticos. Toda la presión está sobre el 1 de septiembre, por la marcha de la oposición para reclamar el derecho al Revocatorio. El Gobierno está perdido y trata de hacer todo lo posible para no derrumbarse.

Regresar a Venezuela ahora no está en mi panorama. Debo ver otras cosas, aprender otras cosas. Vengo aquí sin pretensión. Vengo a aprender, vengo a expandir mi mente. Vengo a estar conmigo y a liberarme de mí. Vengo a ser otro.

 

Viernes, 2 de septiembre

Últimos días en Pachuca, Hidalgo. Ya es un hecho que no regreso el 4 de septiembre a Venezuela. Dejé el pasaje abierto, por lo que tengo diez meses para decidir si me quedo en México o me regreso. Voy a intentarlo aquí. Ayer presenté un examen para ser corrector de pruebas para una agencia extranjera. No sé cuándo me darán el resultado. Espero pasarla. Eso me permitiría mantenerme aquí en México.

Empieza a darme nostalgia irme de aquí. Ya llevo una semana en esta ciudad y no he recibido más que muestras de generosidad y aprecio. Me voy el lunes, vía Ciudad de México. No sé lo que me depare. No tengo la menor idea.

 

Domingo, 4 de septiembre

Venezolanos que se van a Argentina, argentinos que se van a México, mexicanos que se van a Estados Unidos, estadounidenses que se van a Europa, europeos que se van al mundo árabe, árabes que se van a Latinoamérica, Estados Unidos y Europa.

Toda migración es una búsqueda. Acaso la intuición de una mejoría, la frontera donde está otro mañana.

El mapa siempre está afuera, nos decimos.
El mundo es una inconformidad que tiembla.

 

Lunes, 5 de septiembre. Ciudad de México

Primer día en la Ciudad de México. Mucha lluvia y mucho frío. Es una ciudad extraordinaria. Estoy en la calle Miguel Schultz de la Colonia San Rafael. Un vecindario tranquilo, amable, céntrico. Visitamos La Condesa, La Roma y la librería del Fondo de Cultura Económica.

La gente come parada, come de todo. Comimos dos tacos con chamorra, cebolla y picante, luego una torta de cochinita. La lluvia caía a torrentes mientras estábamos en el pequeño techo de aluminio del carrito de comidas. La CDMX me fascina. Lo poco que he visto confirma mis expectativas y reafirma mi deseo. No estaba equivocado con esta ciudad. Tenía que venir.

 

Martes, 6 de septiembre

Visita al Centro Histórico. Pasé todo el día en dos lugares: la Catedral Metropolitana y el Palacio de Gobierno. Ahí, por fin, me encontré con los murales de Diego Rivera.

Diego Rivera es El Bosco latinoamericano. Con su dosis de surrealismo, exceso, colorido y misterio, teje en los frescos del palacio una narrativa formidable de la historia de México. Más que el tamaño, que ya es mucho, más que los logros plásticos, que son notables, destaco la capacidad de aglutinar tantos elementos y darles una narrativa total. Es un prodigio de la imaginación.

En la Catedral Metropolitana me quedé casi dos horas. Escuché misa y me dejé atravesar por el sonido del órgano. Solo dos veces he llorado dentro de una iglesia: en la Basílica de San Pedro, en Roma, y en esta. Y ya sé por qué: es la conjunción de la grandeza, el silencio y las vibraciones del órgano. Es esa unión de sonidos que hablan más allá y acercan a una experiencia más intensa de Dios. Es la música y el esplendor visual lo que confirman lo que siempre se ha sabido: la liturgia es, en esencia, un arresto sensorial. Es la presencia de Dios procurando atravesar todas las puertas del cuerpo.

 

Viernes, 9 de septiembre

 

Visita a la Fundación para las Letras Mexicanas. Me atendió el poeta Eduardo Langagne, director general de la Fundación. Es un señor adorable, elegante, generoso, serio, casi paternal. Conversamos más de media hora, me recitó de memoria un Golpe Tocuyano y me invitó a dar un conversatorio sobre la poesía de Rafael Cadenas en octubre, para darle la bienvenida a los nuevos becarios 2016-2017. Una gran alegría ser recibido con tanta generosidad.

 

Lunes, 19 de septiembre

Visitas a habitaciones en renta. Hoy fui a 4, en su mayoría feas. Están al sur de la Ciudad de México, ya que ahí, probablemente, tendré trabajo. La primera fue de una chihuahueña con su esposo y su bebe de 1 año. El apartamento sucio, descuidado, con cortinas de bolsas plásticas. Un asco. La segunda es de un viejo cuyas hijas se le fueron. Es un departamento inmenso, viejo y descuidado. No está mal, solo que apenas lo está arreglando y pide tres meses de renta por adelantado. Una locura. La tercera es una habitación en el departamento de una viejita. Necia. Pide hasta la partida de nacimiento. No tiene internet. Descalificada. La cuarta, la mejorcita, en una casa vieja con derecho a cocina. Hay dos perros. Los detesto.

Espero noticias. Toda la semana pasada la pasé en entrevistas laborales. Hay buen panorama, pero aún no se manifiesta.

 

Martes, 27 de septiembre. Colonia del Valle Norte, Ciudad de México.

Reunir la voluntad para escribir, ¿seré capaz?

El cansancio, el silencio aterrador, lo desconocido, destierra el propósito de este diario a un apunte.

Llueve mucho en Ciudad de México. Todos los días y por largas horas. Hace frío. A veces creo que tiembla. Es una ciudad sísmica y yo traigo ciertos sismos por dentro, a los cuales les llamo temores. Es normal. Jamás había vivido solo y contadas veces he estado fuera de mi casa.

Ayer cumplí exactamente un mes en México y un mes fuera de mi casa. Mi viaje más largo ha sido de 27 días, a Europa en 2012, y ya este lo supera. Ayer, también, me mudé. Ahora vivo en la calle Beistegui, casi en la esquina con la calle Amores. “Beistégui con Amores”: un buen título de algo. Es una casa vieja. Huele a perro y se comparten los baños. La casera se llama Grecia y siempre anda con unas botas ridículas que le llegan a las rodillas. Parecen de obrero de autolavado. No termina de caerme bien. Es apenas mi segunda noche aquí. Empiezo poco a poco a acostumbrarme.

Llegué anoche a las 10 p.m. Me dormí casi instantáneamente, por el cúmulo de emociones extrañas. Esta mudanza me tenía angustiado.

Huele mal aquí. Es como un olor agrio, de mueble viejo, cucaracha y perro poodle, que se mete por debajo de las puertas. Pero la casa es bonita y no está tan mal cuidada.

Qué ridículo este intento de memoria inmediata, de autobiografía en miniatura que intenta recuperar días perdidos.

 

*

Hoy también fui a la Cineteca y luego a Coyoacán. Aún sigo con los gastos muy restringidos, comiendo poco y mal, sin poder darme mayores gustos. Solo un libro me he comprado en todo este tiempo: la obra entera de Rafael Cadenas, editada por el Fondo de Cultura Económica (costó 190 pesos), más un libro titulado Modern Literary Theory, que costó 5 pesos en una librería de viejo por la Álvaro Obregón. Solo dos libros me traje de Venezuela: una antología de Rafael Cadenas, editada por Monteávila, y mi libro de salmos. Con ambos llevo adelante, a veces, una lectura orante.

Fumo, camino y monto bicicleta. Fumo mucho y pienso, me acompaño. El silencio es a veces aterrador. La soledad me hace temblar en ciertos momentos del día. Por suerte no ha sido grave. Va y viene, subo y bajo, me deprimo y me restablezco con la misma facilidad con que cambia el clima acá en Ciudad de México, del cual muchos han dicho que contiene las 4 estaciones en un solo día.

Y es verdad: llueve, hace calor, se enfría, vienen vientos frescos, languidece el clima y vuelve el invierno. Así, esas cuatro estaciones llevo encima de mí.

Tengo desde el domingo que no hablo con mi familia, cosa también nueva. Con Luciérnaga hablo ya poco y recibí un correo de Fausto que me dio más bien tristeza. Ya me separé de Barquisimeto. De allá nadie ha vuelto a escribirme. Es probable que me olviden rápido. Yo también he cortado todos los vínculos de comunicación, por temor a la nostalgia y como ejercicio de sanación. Ahora estoy en un entorno completamente nuevo. Solo algunas personas que pertenecen al pasado andan por aquí, pero ya revestidas también de notas nuevas.

Barquisimeto, Venezuela, mi pasado, mi historia, todo se resume en mi casa. Mi historia está en aquellos cuatro seres que habitan en pijamas una casa silenciosa. Mi casa es eso: mi familia.

Ya no puedo seguir escribiendo. La voluntad de escribir se me viene en lágrimas y empiezo a sentirme ridículo. El cansancio me toma y la espalda se me quiebra, porque tengo que escribir encima de la cama.

Esto parece más una carta absurda que le escribo al diario. Una epístola a un sujeto callado que me escucha: a un recipiente de palabras incumplidas: a un llegadero de todo olvido: a un descampado donde aterrizo, desnudo, de esta constante desorientación.