Viernes, 30 de septiembre
Hoy me fui de la casa en donde estaba. Me fui y me botaron. La casera no pudo ocultar la rabia que le tiene a los venezolanos. Anoche me dijo que había botado a tres de su casa, por sucios, desordenados y abusadores. Hoy me fui. A las 7 de la mañana me fui. La vieja me cobró una cerradura que supuestamente había roto, me quitó no sé cuántos pesos de compensación. Al final me devolvió una mínima parte de la renta. Perdí mucho dinero ahí. Me reprochó el uso del agua, el usar la luz hasta las 12 de la noche, el haber dejado un cabello en el lavamanos, el hacer ruidos con las puertas. Me reclamó todo, casi a gritos. Y yo no pude evitar alterarme y exigirle respeto. Pero ya me fui.
Ni la historia compartida, ni los padecimientos comunes, siquiera las coincidencias lingüísticas nos regalan formas estables de hermandad. Que exista la xenofobia entre latinoamericanos nos confirma que somos muros con caras mestizas, fronteras de pata coja, banderas que hablan con acentos distintos.
Estoy seguro: el Juicio Final será en una oficina de inmigración.
Domingo, 2 de octubre. Calle Roma, Colonia Juárez, Ciudad de México. Mi nueva casa.
10:46 p.m
Por la generosidad de L, una compañera de trabajo, podré quedarme aquí unos días. Ella, mexicana, me conoce desde hace 4 días y ya me está ofreciendo esta ayuda invaluable. Su esposo, colombiano, me recibe en su casa con las puertas abiertas. Tal vez desdiga de la última línea que escribí el viernes. En un mismo día he podido ver lo peor y lo mejor de los desconocidos.
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La cordialidad es un código ordinario, entenderse es una destreza, ser solidarios es una gracia.
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El departamento de S y L está nuevo y no tiene sillas para sentarse. Ellos son una pareja de recién casados que acaba de mudarse. L está en Tampico visitando a su familia. S y yo conversamos sobre el plebiscito de Colombia. Él está muy compungido. Mientras hablamos, su madre lo llama llorando. S se avergüenza de la abstención y de los resultados. El «Sí», me cuenta, ganó en los estados que más han sufrido los ataques de la guerrilla. El «No», me aclara, corresponde a quienes no han aportado un solo muerto a la guerra.
Es difícil la lectura del perdón y del reclamo de justicia en estos casos. ¿Quién decide la paz de un pueblo? ¿Cuál es la paz de un pueblo?
¿Cuál, entonces, es la voluntad que se equivoca?
Al final de la tarde salimos a casa de un amigo de L a buscar un colchón para mí. Nos trajimos el colchón caminando unas veinte cuadras. Al llegar, este cuarto inmenso, vacío, que me espera aquí, lleno de bolsas y maletas, con un colchón individual en el suelo. Menos mal semanas atrás le acepté las cobijas y la almohada a mi prima M, que son las que me han acompañado (y hecho un poco más cómoda) esta travesía.
Domingo, 9 de octubre
Escribo este diario en contra de la marea de los días y del atropello de esa otra parte de mí que se busca. Escribo todo el día en mi cabeza, con la imposibilidad de acometer el acto material de la escritura. Vivo como escritor en mi imaginación, a cada hora, hasta el momento en que la flojera y la desorientación me detienen de golpe.
Desde que llegué aquí a la Ciudad de México, hace ya mes y medio, no he tenido un lugar para escribir. Me he mudado tres veces y no he conseguido estabilizar mi pensamiento y mi lugar para escribir. Vivo de preescrituras, de estados de imaginación que no pueden concretarse. Hay una enorme cantidad de páginas que se escribieron en ese lugar inmaterial de la imaginación. Por eso el vacío de estas páginas es como si el diario se hubiera mudado de archivo. Como si mi escritura anduviera de allá para acá, de la letra que se afirma sobre la superficie, a la palabra nunca escrita -pero sí pensada, lo juro- que permanece en la oralidad muda de la memoria.
Juro que he escrito todos estos días. Lo juro. Juro que las palabras han estado en mí sin gastarse ni poder salir. Juro que me he quedado callado, solo, en el discurso de mis manos, pero la soledad de las palabras me ha seguido. El coro de palabras que no logran hacerse escritura, que no logran siquiera enunciarse, han estado todos los días en mí, vibrando. Son masas de palabras, lejanísimos paisajes verbales, cielos de lenguaje que han quedado ahí como intuición.
Juro que estas páginas no son más que el intento de registrar esa atmósfera condensada y mágica de lo no dicho.
La poesía de no hablar.
Lo poético que habita en el “hacer silencio”.
Esta necedad de afirmarme al margen de los días.
De dejar constancia del declive.
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Los días aquí van bien, aunque con ligeras amenazas de depresión que me agarran durante el día. Mi madre, para fortuna mía, logra siempre restablecerme con su fortaleza. Allá en casa la están pasando mal. No tienen comida y están viviendo de vender joyas y algunas cosas de la casa (mi mamá me dijo que su anillo de matrimonio lo vendió y estuve a punto de hacerle un chiste sobre eso). Ella me insiste en que aguante aquí y me quede. Está mucho más contenta en tenerme aquí que allá. Su fortaleza también me da fuerzas a mí y así es como logro remontar el carrusel emocional.
Mi papá me escribe desde un viejo celular que un amigo le regaló y que tendrá conexión hasta diciembre. No tengo idea de cómo se podrá sentir mientras sabe que estoy aquí. Solo recuerdo su última frase aquel lunes en la estación de autobuses: “Vete de aquí, hijo, vete, no termines como yo que no tengo ni con qué comer”. Solo recuerdo haberle brindado un yogurt, una galleta y un cachito de jamón que guardó para su camino a Caracas. Es lo único que guardo de él. Eso y su abrazo de calavera dormida.
El trabajo aquí es fuerte y el clima de la empresa es excesivamente burocrático y gris. La gente es extraña, pesada, mecánica, me atrevería a decir que infeliz. No trato mucho con los compañeros del trabajo. El ahogamiento del trabajo lo compenso con la presencia poderosa de la ciudad, por su belleza que todos los días me encandila. Puedo llegar a enamorarme de esta ciudad. Mi asombro sigue siendo el mismo desde el primer momento en que la vi.
Jueves, 20 de octubre
Decir siecará dos veces al día.
Decir chaqueta, cambur y vaina con tranquilidad.
Decir verga y coño para el asombro.
Arrecharse, arrecharse siempre antes del enojo.
Fajarse, fajarse.
Mantener el naguará como tesoro.
No voy a perder mi acento larense.
No voy a perder mi acento barquisimetano.
Ejercicios de resistencia lingüística.
Ejercicios diarios para viajar a casa.
Viernes, 21 de octubre
Suspensión del Referendo Revocatorio en Venezuela, Maduro fuera del país, pronunciamientos fuertes de la MUD.
El chavismo es la gran desgracia de nuestra historia republicana.
Ojalá a esto pudiera llamársele dictadura: esta malandrería institucional, este bochinche de Estado, este salpicón de mierda que ataca por todos lados.
Cualquier etiqueta le queda corta.
¿Por qué nos sigue sorprendiendo las tropelías del Gobierno? ¿Qué esperábamos? Este país quebrado, desprendiéndose.
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Trabajar, trabajar, trabajar demasiadas horas, perder tanto tiempo, cansancio, no poder escribir, cansancio, trabajar, trabajar, cumplir horarios, estar encerrado todo el día en un ambiente draconiano y burocrático.
No puedo volver atrás. Venezuela está cada vez más difícil, Venezuela se siente perdida y aquí la vida es difícil y dura.
Jueves, 3 de noviembre
No somos héroes. No somos héroes de nada. Ni los que se quedaron ni los que tuvieron que irse son héroes. No enmascarar la frustración con posturas heroicas. Nosotros vamos a pasar también. Nos merecemos vivir, eso sí.
Estamos bien aquí. No queramos ser héroes. No somos héroes, no somos.
Martes, 22 de noviembre
A mi papá lo robaron en Caracas. No sé cuándo, porque solo me escribió por correo para decirme que ya no tenía teléfono.
Quiero escribir algo, sé que lo tengo dentro, pero no sé cómo sacarlo. Quiero que ese episodio gris de una ciudad en ruinas con una calavera cruzando se manifieste. Esa ciudad perdida que es también un país y es también la memoria, cruzada por las presencias que me hacen daño todavía, todas esas presencias fantasmagóricas que me maravillan en el dolor. Quiero traducir eso: imágenes, figuras estáticas, repetidas por las calles que voy mirando mientras camino. Las mismas presencias planas, grisáceas, frías, que hacen cosas habituales en medio de edificios y casas deshabitadas. Figuras en medio de calles con movimientos imperceptibles: toda hecha ecos. Pero no puedo escribirla. ¿Cómo traduzco esa visión en palabras? ¿Cómo vuelvo el polvo palabras? ¿Qué alquimia, qué paciencia, qué oración tengo que hacer?
Domingo, 18 de diciembre
Casa, cuerpo, lengua, país: saber que esas palabras van a seguir vivas después de nosotros, me da un secreto consuelo. Ese saber que no somos los últimos, que este dolor no será heredado en silencio, que nada termina aquí. Saber que cuando todo esto pase, nosotros, los habitantes de esas viejas palabras, seremos lo mismo que ahora: testimonios.
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Ya no sé de dónde agarrarme. Son días terribles para nuestra historia. Que los pedazos van a juntarse en otros tiempos, me tranquiliza. Que alguien va a levantar lo caído después que nosotros, sin detenerse más tiempo en lo que pasó (¿alguien sabe cómo lucía un edificio que se cayó?, ¿alguien sabe a qué huele el amor que se fue?, ¿alguien sabe, acaso, qué ropa usaba el último que se escapó?, ¿acaso alguien podría decir qué miraron los ojos del último en irse?).
Nada termina aquí. El lenguaje es el portaretrato sobre la mesa y la memoria la voz que restituye los significados de las cosas. Nada termina aquí.
Lunes, 19 de diciembre
Es verdad. Los que estamos fuera del país no vivimos las calamidades que están viviendo ahora en Venezuela. Pero los que están en Venezuela, aún en medio del dolor, tampoco viven esas tragedias mínimas que asedian todos los días al inmigrante: vivir una inestabilidad silenciosa, estar rodeado de cordiales extraños, ser el diferente, estar lejos de casa y de la familia, tener que callar ante muchas cosas, tener desencuentros y sumarles el país que se lleva a rastras.
Todos estamos sufriendo de distintas formas. Aquí no hay competencia por lo trágico. El país, ser, resistir: las únicas urgencias.
Lunes, 26 de diciembre
No quiero (no debo, no puedo) medir nuestra tragedia generacional en términos de heroicidad. Para mí no es más héroe el que se queda y aguanta la calamidad y ve derrumbarse el país ante sus ojos, ni tampoco es héroe el que se fue y dejó su casa, sus afectos (algunos su lengua) y soporta el frío de lo desconocido y la bofetada cruel de lo extraño. La verdad es que todos perdimos y esta pérdida es nuestra implacable maestra.
No vinimos aquí a triunfar ni a ser héroes. No estamos aquí para dar lástima y ni para hacernos un patrimonio de condolencias. Todos estamos encandilados y rotos. Y seguimos extrañamente en pie. Las contradicciones juegan a nuestro favor: ese humor espasmódico, esa rabia que se disipa y nos entretiene, esa pausa sagrada para la fiesta, esa esperanza rebelde e inexplicable que nos sustenta: todo duele y asombra: nuestra alegría es casi sórdida.
Es verdad. Todos estamos encandilados y rotos. A todos, dentro o fuera del país, se nos fue algo de las manos. Es arrecho andar así, golpeados y esparcidos en lugares extraños, buscándole lógicas al desconcierto. Nos movieron la casa. Lo que nos dejaron es imperdonable: este legado de extrañamiento y desorientación, este futuro jodido y crudo. ¿Qué vamos a hacer entre las ruinas? ¿Por dónde caminamos? ¿A dónde lanzamos los gritos?
Martes, 27 de diciembre
Siento vergüenza. Mi única proeza es levantarme en un país extraño y ocultar lo que me derriba en las mañanas: sobrevivir con risotadas y galanterías incómodas: hablar el lenguaje de otros: hacerme de cosas donde no las hay. Mi victoria no puede ser una salida egoísta, no ahora. La desgracia no es mi bandera ni mi trinchera para preparar ataques. Me tengo entre las manos, frágil, con un disfraz provisional de viajero.
Veo en el espejo a un hombre desvalido y solo quiero abrazarlo.
Se me antoja ser tierno esta vez.
Los dos perdimos lo mismo.
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